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Y así es como detengo el tiempo

Canta Miguel Poveda y se paran los relojes. El tiempo, inmune a cualquier súplica o chantaje, lo oye cantar y frena en seco: quiere observar a ese fenómeno que cada vez que abre la boca desata una corriente de desolada felicidad. Es un oxímoron, lo sé, pero a mí no me miren, pregúntenle a él, que es quien consigue crear esa atmósfera hija del placer y el llanto. Porque Poveda se inmola en cada canción, se hace el harakiri, lo entrega todo. Como si fuera su último recital. Igual que si detrás de él estuviéramos viendo avanzar una ola gigantesca que nos tragará sin remedio a todos, y él lo supiera y decidiera morir clavando, hondo, su espada. «Se acabó, queridos, pero ahí tenéis mi corazón en llamas. Es vuestro. Haced con él lo que gustéis». Y el público le toma la palabra y se apropia de ese órgano incandescente. Y muere en cada parada de su espectáculo mientras siente una emoción que sólo la puede ofrecer la vida que se quiere y se gusta y se crece. La flecha o la bala del arte mayúsculo.

¿Quién dice que un niño no puede tener en un aparato de radio a su mejor amigo? A Miguel, la magia que escupía aquel cacharro le originaba una explosión de dicha en el pecho que no le proporcionaba nadie más. Y sonreía a los que se reían, y pensaba «dadme alas y decidme tonto». Aquel chaval salió currante, valeroso, con hambre perpetua, y echó a caminar ignorando, siempre, el coro de los perros. «Ven, niño, que te peine, que tienes que salir ahí bien guapo». Y el traje no tiene una sola tacha. Y los zapatos son dos láminas de agua. Y el público que lo aguarda es la boca de un dragón. Pero el 13 es el número de la buena suerte, y antes de que se dé cuenta ya están ahí, como uno más de la familia, los aplausos arriba y abajo, a derecha e izquierda, y la catarata de premios. Aunque ese coloso de sonrisa oriental siga siendo el mismo muchacho que frente al mar inefable o el fuego amigo de una chimenea se sabe insignificante.

Y dicen por ahí que Badalona no es San Fernando. Pero yo aquí me planto, le doy una patada a la mesa y replico que en la hoguera de las emociones todas las llamas son la misma llama. Que el talento tiene un origen divino y es capaz de disolver el pedigrí y desdecir las fronteras. Por eso da igual París que Estepona, Palestina que Sevilla, Chicago que Madrid: por más que el telón de fondo sea otro, la garganta no cambia, y Poveda está condenado a ser un poeta en Nueva York en cualquier lugar, en todo sitio.

Por el camino quedó, como en cualquier biografía digna de ser escrita y devorada, un reguero de bocas que prometieron imperios y sólo trajeron dolor, una ristra de abrazos rotos. Pero un corazón decidido todo lo puede y cada noche, en el tajo, vuelve a salir el sol.

«¿Irás a verme cantar, amor?». «Claro. Pero no me reconocerás entre tanta gente». «Siempre: sólo a ti te llevarán los vientos del este». Y la calle áspera es la anormalidad, las tablas son el único hogar. Allí donde un hombre sentado se parte en dos y adquiere hechuras de montaña. Qué extraña especie la nuestra. Nos regalan un dolor que se nos agarra a lo más profundo y aplaudimos hasta que dejamos de sentir las manos. Qué insensatos, qué locos. Nos merecemos todo lo que nos pase.

 

Fuente: https://www.larazon.es/cultura/20220926/ngmfwuvmrrep5pyo6vkridfpgm.html

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